Había escrito cien veces: Te quiero. En todos los colores, con todo tipo de letra y en todos los idiomas. Sabía que esas palabras traspasarían la piel y se quedarían dentro. Su caligrafía, impecable, sería acariciada, besada, observada por extraños y perduraría ahí, tanto tiempo como quisiera la vida. Hugo era tatuador profesional. Cada día escribía automáticamente: Te quiero, en diferentes brazos, piernas, muñecas y cuellos, con la esperanza de que alguien le pidiera ese tatuaje que le hiciera sentirse vivo, ese que se hace sin tinta ni aguja y en medio del pecho. Esperaba pacientemente su turno.
Gema Cuéllar.
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